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A cocachos (no) aprendí

«Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra ‘madre’ era la palabra ‘madre’ y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba».

JULIO CORTÁZAR

 

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Esto no iba a empezar de esta manera, pero ha tenido que ser así a fuerzas, debido a algo que acabo de ver en la televisión, en el noticiero de la noche. En uno de los más prestigiosos colegios de Cajamarca, un profesor hace que un alumno que no fue al colegio el día anterior y que le contradijo algo que este había sostenido sobre cierto tema, se arrodille en el suelo con las manos hacia atrás y le da de cocachos en la cabeza. Lo avergüenza frente a la clase y hace que varios de sus compañeros se levanten de sus carpetas para que le hagan lo mismo. Luego de unos minutos, vocifera una oración creada por él en ese mismo momento en la que amenaza a los alumnos que no quieran ir a su clase o que lo contradigan en cualquier tema que el plantee. Espeluznante.

Más espeluznante aún porque acto seguido de que acabé de ver con bastante asombro esta escena me senté frente a la computadora y en el buscador de internet comenzaron a aparecer no decenas, sino cientos de casos recientes de abuso de los profesores hacia sus alumnos, sobre todo, en colegios del Estado de varios países y también en algunas escuelas privadas, pero en menor medida. Golpes, insultos, patadas, reglazos, cachetadas, humillaciones. Páginas enteras y videos que no tenían cuándo acabar. Los casos nacionales que pude encontrar fueron abundantes, pero también pude observar muchos casos ocurridos en China, Marruecos, Chile, España, Estados Unidos, solo por nombrar algunos países.

La primera lectura de estos incidentes podría ser que son sucesos que forman parte de la violencia social, la violencia humana o las alteraciones mentales de algunas personas, pero vayamos un poco más allá. En casi todos estos acontecimientos violentos el modus operandi a raíz de, digamos, una llamada “intransigencia” de parte de los alumnos hacia sus “superiores” —que vienen a ser los maestros— se inicia cuando un alumno osa cuestionar alguna cosa dicha por el maestro. Entonces el alumno se convierte en un insurgente y un ser conflictivo que no se adapta a los valores morales y educativos planteados por su escuela y que, por ende, debe ser condenado y castigado, ¿por qué delito? Por pensar. Eso: pensar. Y acá, atención, el pensar del que voy a hablar se relaciona sí, con reflexionar, discurrir, pero más que nada con poseer un sentido crítico hacia las personas, acontecimientos, conceptos y todo lo que está alrededor (a nuestro alrededor). El no aceptar las cosas como dadas porque sí y ahí se acaba todo.

Pero esta (i)lógica de agresión al alumno por el delito de cuestionar, de pensar, forma parte de algo que no es otra cosa que un sistema educativo obsoleto, embrutecedor, castrador y, en definitiva, poco útil que además refleja la nula existencia de empatía de los profesores hacia los alumno  o de lo que el sociólogo George Mead entiende como “consciencia de sí”, que no es otra cosa que la capacidad para provocar en nosotros una serie de reacciones y actitudes de los otros[1]. Algo que debe resultar bastante ajeno para los maestros que enseñan de esa forma.

Un sistema o estructura educativa que enseña a los alumnos a manera de doctrina o de manual de instrucciones y que, en la mayoría de los casos, encima tiene la falsa idea de canonizar a la matemática y al lenguaje como las dos disciplinas —porque se enseñan en ese sentido— que son las únicas que pueden lograr el éxito de un estudiante (y con ayuda del libro escrito en físico entendido y concebido como monopolio de conocimiento). De un modo menos amigable, si no es bueno en una u otra, ese chico o chica no sirve para nada.

Con ello se corre el riesgo y ocurre que se cae en lo que el sociólogo francés Bruno Latour llama «congelar la imagen», digamos que generando una especie de iconoclasia o iconolatría en relación a estas materias que están contenidas, principalmente en un soporte de libro físico. Tomarlas como sagradas o verdades absolutas e incuestionables. A mi visión, un grave error. Y lo peor es que está bien, sucede principalmente con esas dos materias y sus variantes, pero en realidad se extiende a todos los demás cursos.

Y aquí viene lo interesante, siguiendo la lectura de Latour lo que está ocurriendo es que en los regímenes de enunciación  que se toman para enseñar la matemática o el lenguaje de ese modo, están dejando de lado los referentes y la idea de «encarnar la palabra». Es decir, en el común análisis (y planteamiento) de este modelo educativo se está prestando atención únicamente al contenido y no al continente (el medio), que vendría ser el libro y las interacciones de los alumnos con el libro.

Y acá ocurre algo de doble filo. Por un lado, está la errada imagen de iconoclastia e iconolatría a estas materias que impide su cuestionamiento y que nulifica o ignora su flujo y posibles reinterpretaciones[2]; y por otro, a su vez ocurre lo mismo con el soporte es decir el libro, entendido como monopolio de conocimiento. Y hoy, con la sobrepoblación de información gracias a la internet y otros factores, el libro escrito en físico es todo menos el monopolio de conocimiento. Claro que la mayoría de profesores de colegio parece que ni enterados y entonces en su modelo educativo el hecho de que el libro sea el ente sagrado que contiene todos sus contenidos intocables no tiene —paradójicamente— importancia alguna como medio ni como objeto, porque solo se ponen a pensar en el contenido, pero a la vez lo congelan. Similar a lo que Latour considera que ocurre con los enunciados de la ciencia y la religión: «Lo que quiero decir es que, tanto el caso de la ciencia como el de la religión, congelar el cuadro, aislar un mediador de sus encadenamientos, de su serie, impide instantáneamente que el significado sea modulado y transmitido en verdad. La verdad no se encuentra en la correspondencia —sea entre las palabras y las cosas, en el caso de la ciencia, o entre original y copia en el caso de la religión—, sino en tomar para sí nuevamente la tarea de continuar el flujo, de prolongar en un paso más las cascadas de las mediaciones».

Pero, veamos, eso no es lo único, en este modelo, el mejor alumno es el que se sabe todo el libro de paporreta sin cuestionar ni una sola como ni un solo punto, las clases se plantean a manera de temario y la discusión en clase sobre algún tema queda rezagada como lo menos importante, en el mejor de los casos. Porque en la mayoría, simplemente no existe. Y eso se puede observar claramente desde la disposición de las carpetas de los alumnos y el escritorio del profesor o la existencia de un escalón de considerable medida que eleva el espacio en donde se encuentra el maestro en relación a las carpetas de los alumnos.

Entonces, se crea algo así como una homogeneidad colectiva que genera en muchos de los estudiantes la anulación de su sentido crítico, de su cuestionamiento, de su curiosidad —sobre lo que hablaré más adelante—. Porque hasta esta llega a ser silenciada o no tomada en cuenta. Ahora, no quiero ser fatalista ni apocalíptica social ni nada por el estilo ni tampoco sostengo que entonces lo mejor es no ir al colegio, por ahí no va el asunto y eso sería ridículo. Lo digo es que, si bien hay otros factores como el ambiente familiar, el bagaje cultural y las interacciones sociales, que contribuyen a la formación educativa de alguien, el problema de la estructura y modelo educativo de casi todas las escuelas es que colabora sin ningún sentido a un proyecto de creación de masas y reducción de públicos, en la línea de la diferencia entre masa y público que plantea el sociólogo estadounidense Robert Park en su texto “La masa y el público”.

El público es heterogéneo, tiene capacidad crítica, discute, piensa y genera espacios de discusión, mientras que en la masa hay una sola interpretación de las cosas, un solo objetivo, homogeneidad[3]. O como él mismo afirma: «Pero precisamente porque la masa es una aglomeración de seres humanos con características heterogéneas, el «alma de la masa» se compone con las propiedades comunes a todos los individuos, y la masa se abandona a la indómita pasión de una crueldad salvaje».

Al escribir esto me viene a la mente casi al instante la distopía creada a comienzos de los años cincuenta por el escritor estadounidense Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451. Esta novela muestra una sociedad “ideal” en la que la posesión o lectura de libros es un delito. En ese orden, existen en ella bomberos que en vez de dedicarse a apagar incendios, lo que hacen es producirlos. Su tarea es ir casa por casa a buscar libros para proceder inmediatamente a quemarlos en una hoguera flameante y a la vista y aplausos de los ciudadanos. «Los libros envenenan la mente humana: ¡A quemarlos todos!», aseguran ellos.

En ese contexto, los habitantes de este mundo viven casi como zombis únicamente viendo televisión (que simula hablar individualmente a cada persona de esa sociedad y todo el tiempo tiene una misma programación) y siguiendo una rutina impuesta que no se puede variar. No lo saben, pero entre líneas les han prohibido pensar. Los han condenado a obedecer y hacer lo que todos hacen y a creer que los libros envenenan la mente humana. A creer ciegamente lo que “alguien” les ha dicho, a tener una actitud pasiva. A la inercia. Esa misma con la que los centros educativos están colaborando consciente o inconscientemente. A la actitud pasiva en la que el maestro habla y copia en la pizarra todo lo que dice en su libro de texto y los alumnos escuchan, copian y una que otra vez preguntan por si no les quedó claro algo de lo que estaba escrito allí.

Y la inercia, condena a la vez en el estancamiento social, la no-producción o pobreza de ideas, la no creación, la no creatividad, la no existencia de sistemas de colisión, siguiendo la línea de la “Teoría de la innovación”[4] (o de la creatividad) que plantea el sociólogo Gabriel Tarde en “Las leyes sociales”, ¿cómo crear algo o una nueva idea si no ha habido antes una “oposición”?[5]

Esta actitud pasiva, luego puede tranquilamente extrapolarse a la idea que flota en el imaginario social de que mientras menos sepas, serás más feliz y todo este hecho de que el conocimiento (o el pensar) te puede volver amargado, triste, infeliz, molesto con el mundo  o cosas por el estilo. Entonces, en esa lógica, los individuos se limitan a no cuestionar demasiado las cosas, solo leer acerca de temas “digeribles”, nunca investigar más allá de algo, limitarse por ejemplo, a solo ver televisión o solo informarse sobre tres temas puntuales o leer a un solo autor o discutir sobre dos temas, y a partir de ello formarse su idea de cómo ocurren los acontecimientos o las diversas cuestiones del mundo, olvidándose de simplemente curiosear.

Curiosear. Probablemente, para muchos suene inútil y poco productivo, pero este ejercicio tan didáctico y, en ocasiones, sencillo, repetido en muchos temas y contextos sirve para cuestionar y de ese modo, mirar las cosas que se mueven alrededor no desde la obediencia silenciada, sino desde un sentido crítico que hace posible que se generen nuevas ideas. Y que a través de ellas se creen espacios de discusión que den paso a la innovación y a la generación de más nuevas ideas. Pero atención, para nada creo que esto del sentido crítico se relacione intrínsecamente con el conocimiento del sabiondo o con ser un diccionario de la Wikipedia andante (eso es paporreteo sin nuevas ideas). Ni siquiera es que uno deba interesarse obligatoriamente por  la política y la ciencia y la medicina y la cosmología y la sociología y la metafísica o la matemática pura y en todos los temas del mundo. Digo que esa chispa de la curiosidad puede ser lo que active el sistema de colisión que plantea Tarde y, posteriormente, la innovación, pero si esta curiosidad es vista como una insurgencia en muchos centros educativos, ¿cómo dar paso y colaborar a la innovación, a las diferencias, a los inventos?

Lo que yo propongo es que en el momento en el que algo sucede en uno y se empieza a generar una curiosidad o un simple cuestionamiento, el sentido crítico, el pensar, se está eligiendo (consciente o inconscientemente) un modo de vida que tiene que ver con la individualidad y la creación y el ser dueño de unos cuantos mililitros de antídoto en contra de las múltiples manipulaciones a la que nos vemos expuestos en el plano social (de parte de los medios de comunicación, de las religiones, la política, de los grupos de poder e, incluso, de las escuelas). Y eso es lo que deberían tomar en cuenta como una posible tarea los centros educativos de toda índole: fomentar y patrocinar institucionalmente la curiosidad, no domesticar o educar según una obediencia ciega.

Si bien es cierto, en algunas universidades este modelo cambia, en el mejor de los casos, el niño ya pasó  más de diez años de su vida en una institución que concibe las cosas en este modo. Un modo que termina empobreciendo la capacidad y sentido crítico de las personas por medio del silenciamiento de opinión o de cuestionamiento.

Si se continúa en esa lógica silenciadora en la que solo se puede hablar de tal o cual cosa que no sea “provocadora”, y que pensar más allá de o cuestionar sea visto como algo nocivo (o, más peligroso aún, prohibido mediante el castigo) puede ocurrir que, paradójicamente, en la era de la sobrepoblación de información y de acceso a ella, nos apeguemos al modelo de Fahrenheit 451. Una sociedad que ya no innove ni genera nuevas ideas, pasiva, silenciada, homogénea. En donde la chispa de la curiosidad sea apagada al instante o se la quiera ignorar, lo cual es más preocupante. Y en donde cada vez se reduzcan más los espacios de discusión, los foros híbridos y las conversaciones inteligentes, porque ¿cómo pueden existir estas sin la curiosidad, el sentido crítico y sin la empatía?

 


[1] Cfr. Mead 1968

[2] Cfr. Latour 2001: 39

[3] Cfr. Park 1904: 363-370

[4] Cfr. Tarde 1907: 74-97

[5] Cfr. Tarde 1907: 46-73

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